Hace algún tiempo descubrí la belleza y sabiduría que guardan la vida de los santos.
Desde que recuerdo, mi madre me hablaba de la vida de santos, entre ellos Irene de Tesalónica.
Santa de los primeros siglos del cristianismo, murió mártir al ser descubierta junto a su hermana en posesión de Libros Sagrados, desafiando así la orden dictada por Diocleciano en el 303 d.C. En el interrogatorio que le hicieron, ella declara que cuando estaban escondidas en la montaña, no leían la Palabra por miedo a sacarla, y eso les angustiaba pues estaban acostumbradas a leerla día y noche.
Este testimonio, siempre me ha cuestionado. Irene y su hermana, prefirieron morir antes que entregar la Sagrada Escritura; era, sin poderla disfrutar, vital en su vida. Ante esto, me surge siempre cuestionarme: ¿qué lugar tiene la Palabra de Dios en mi vida?
Ellas dicen sentirse angustiadas por no poder leer la Sagrada Escritura… ¡Qué bonito sería poder disfrutar de la Palabra con todo el amor con el que ellas quisieron hacerlo! ¡Qué bonito si todos nosotros descubriéramos entre sus páginas a ese Dios que hace historia con su pueblo, que se entrega por amor a cada uno de nosotros, y que quiere hoy hacer historia contigo caminando a tu lado!
Santa Irene, como santa que es, nos remite a Dios, a fijarnos en su Palabra, a escucharla y acogerla, ¡ojalá todos nos acerquemos a la Sagrada Escritura como esta mártir quiso hacerlo!